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Una muestra de las columnas publicadas por Jesús Carlos Gómez Martínez en diferentes medios de comunicación:

Buenas ideas

Cada vez que cierto amigo mío repasa su vida, el fantasma de Steve McQueen se le aparece y le susurra aquellas frases que dijo el actor en Los siete magníficos: «Conocí en El Paso a un individuo que un día se desnudó y saltó sobre unas matas de cactus. Le pregunté por qué. Me respondió que entonces le había parecido una buena idea».

Mi amigo estudió Farmacia. Empleó sus mejores años, se dejó las cejas por un pedazo de papel, un título que nunca le ha servido para nada. ¿Cómo un escritor de su talento pudo hacer semejante barbaridad?, se pregunta mi amigo con cierta frecuencia. Muy fácil —se contesta él mismo—: entonces le pareció una buena idea.

Después de terminar la carrera, mi amigo invirtió la media vida que le quedaba intentando superar unas oposiciones. Logró un puesto en la Administración y quedó condenado, como mínimo, a ser pobre durante el resto de su existencia. ¿Cómo pudo cometer semejante estupidez?, se pregunta mi amigo. Muy fácil: entonces le pareció una buena idea.

Años más tarde, mi amigo se enamoró de una mujer embrujadora y se casó dichoso con ella. A esa mujer embrujadora le salió muy pronto un bigote negro como la sotana de un jesuita y, al poco tiempo, sólo le faltaba la escoba para convertirse en una bruja tan repulsiva como su mamá, la suegra de mi amigo. ¿Cómo pudo consumar semejante locura?, se pregunta mi amigo. Muy fácil: entonces le pareció una buena idea.

Estas son las primeras reflexiones que suele hacerse mi amigo cuando recuerda su pasado y, a su juicio, la frase «Entonces me pareció una buena idea» resume felizmente la triste historia de sus andanzas por este mundo.

Para mi amigo, la vida es una autopista oscura, con muchos ramales y señalización a toda luces defectuosa. Hoy, antes de escoger un carril y tomar una decisión, mi amigo se lo piensa y duda; duda, duda, duda; duda hasta de sus dudas, convive con sus dudas durante una larguísima temporada, comparte el almohadón con ellas y, entretanto, reza con fervor un sinfín de oraciones, echa limosnitas a san Judas Tadeo, se gasta algunos billetes en consultar a una pitonisa.

Cuando al final escoge una derivación y se decide, mi amigo ve al fantasma de Steve McQueen que le susurra…, ya saben: «Conocí en El Paso a un individuo que un día se desnudó y saltó sobre unas matas de cactus. Le pregunté por qué. Me respondió que entonces le había parecido una buena idea».

Mosquito

El mosquito llega con el verano, con sus tres milímetros asquerosos, con su antena traidora, con su aguijón. Nos chupa la sangre, el sueño, la tranquilidad. Nos transmite enfermedades. Nos indigna, nos pone en pie de guerra, nos desmoraliza.

En cuanto me acuesto y apago las luces, escucho un inconfundible «zzzsssssssss», el zumbido que todas las noches me pone alerta. En ese mismo instante comprendo que para mí se acabó la tranquilidad; esa noche no podré soñar ni con Kim Basinger, ni con Jennifer López, ni con la vecinita de unas casas más allá. En ese mismo instante que oigo el zumbido, «zzzsssssssss», comprendo que el mosquito me desafía, que está en pie de guerra y me exige eso, guerra, mucha guerra. Sé que no me queda otro remedio que entablar una larga y cruenta batalla, y que da igual cómo la libre porque la perderé.

Decido, no obstante, vender cara mi derrota y morir matando. Matando al mosquito, claro. Sacaré todos los frascos de insecticida que guardo en los armarios y los enchufaré raudo y veloz; sacaré los mosquiteros de las mesillas y los pondré en funcionamiento; desenterraré la paleta de guerra y saldré a rastrear la casa como si fuera un indio arapajó. Antes de abandonar mis aposentos y mientras me santiguo, escucho la exigencia de mi mujer: «Pero, contra la pared, no». Me da igual lo que ella predique; estoy fuera de mis casillas, preso de una fiebre enloquecedora, y sólo sé que doy por bien empleada la pequeña fortuna que he invertido en la defensa mía y de los míos, que echo en falta un bazuca y que sueño con ver a ese asqueroso mosquito con las tripas reventadas contra la pared o contra lo que sea, aunque esto provoque una pelotera conyugal que haga historia.

Un cuarto de hora después regreso a la cama, indefectiblemente derrotado y destruido. Apago de nuevo las luces y, en cuanto lo hago, escucho otra vez el zumbido: «zzzsssssssss». Entonces dudo, una noche más, entre prender fuego a la casa o hacerme el harakiri. Sé que el día siguiente resultará largo, con tantos edemas y tantos picores, y que, cuando llegue la próxima noche, tendré que elegir entre un soplo de brisa que venga por la ventana o el mosquito. Da igual lo que elija: me levantaré con mil picotazos nuevos, con mucho más escozor y hecho otra vez un eccehomo.

Si dejo la ventana abierta por la noche, el mosquito entra. Y, si la dejo cerrada, el mosquito aguarda dentro, agazapado qué sé yo dónde, con su antena vibrando. El mosquito sabe esconderse y camuflarse; el mosquito sabe que tu mujer no quiere un baño de sangre; el mosquito no abandonará su guarida hasta que tú estés a sus expensas. Llega todas las noches de verano con sed de sangre. No hay enemigo más pequeño; no hay enemigo más correoso, más desmoralizador y más cabrón.

Kennedy enmarañado

O muy enmarañado. Lo digo porque, hace unas fechas, los periódicos divulgaban que la familia de John Fitzgerald Kennedy ha permitido el acceso al historial médico del inmolado presidente y un mar de análisis, radiografías, diagnósticos, recetas, prospectos y dolencias de Kennedy han salido a la luz. Leyendo esa noticia, daba la impresión de que John Fitzgerald Kennedy se pasó la vida aparentando ser el político robusto que nunca fue.

Quizá algo de esto nos pase a todos en mayor o menor medida. Ya de críos, los chicos más formales se hacen los traviesos y, luego, muchos años después, vemos que la gente más golfa hace lo indecible para lavar su reputación. El escritor de best sellers quiere escribir libros serios, y el escritor serio quiere escribir best sellers. Muchos actores dramáticos se empeñan en interpretar comedias, y muchos cómicos quieren ser actores dramáticos. La Ingrid Bergman de los últimos tiempos mostraba orgullosa sus arrugas, y Robert Redford intentó escapar de su imagen exhibiendo un rostro ajado. John Fitzgerald Kennedy, por su parte, siempre apareció como un político repleto de vigor y energía, pletórico en las ruedas de prensa, pletórico en los despachos, pletórico en la cama.

«No preguntes qué pueden hacer las mujeres por ti, sino qué puedes hacer tú por las mujeres», esta parecía ser la máxima que guiaba su vida. Y nos contaron que durante su época universitaria tuvo problemas por llevar chicas a su habitación. Nos contaron que se rumoreaba durante sus años en el Congreso que hacía el amor sin dejar de mirar el reloj. Más tarde, cuando ocupaba la Casa Blanca, se le relacionó con no pocas actrices de Hollywood, y nos contaron que tenía dos secretarias, apodadas Fiddle y Faddle por los agentes del Servicio Secreto, cuyo contrato laboral les exigía permanecer las veinticuatro horas del día al servicio personal del presidente. Y también nos contaron que, una vez, Jackie encontró unas bragas en el interior de la funda de un almohadón y le preguntó a su marido: «¡¿Quieres hacer un recorrido por ahí, a ver de quién son?!».

Ahora su familia nos muestra a un Kennedy enfermo, sometido a un sinnúmero de atenciones, cuidados y tratamientos, presa de una infinidad de dolencias y enfermedades crónicas…, y nos preguntamos: ¿Se pasó la vida Kennedy aparentando ser el político robusto que no era? ¿Todo lo que nos filtraron entonces era mentira, simple propaganda destinada a ocultar la realidad de un presidente enfermo, o es que sus médicos hicieron un trabajo extraordinario? ¿No será que nos intentan engañar ahora con nuevas mentiras? Como dijo Walter Scott: «En ocasiones, cuando queremos engañar, ¡qué enmarañada tela urdimos…!».

¿Necesitamos a Torrente?

Nunca escribo basándome en opiniones ajenas, y para contestar a la pregunta “¿Necesitamos a Torrente?” considero que debo ver la película. Subo las escaleras de los multicines y ojeo la sala donde proyectan El mercader de Venecia, una gran película basada en una obra del mejor guionista de la historia, William Shakespeare; con el mejor actor vivo del mundo, Al Pacino; realizada por un experto en adaptaciones y un director de la talla de Michael Radford. La sala está prácticamente vacía. Entró en la sala de enfrente, donde pasan Torrente 3, y la encuentro a rebosar.

Unos minutos después conozco al guarro, al xenófobo, al imbécil, al cabrón. Lo veo con sus lamparones, con sus gafas de sol, con su asquerosa papada sin afeitar y su bigotillo fascista. Lo veo saltando a la comba en calzoncillos. Lo veo enculando a una cabra y a una drogadicta que duerme en un sofá. Oigo las sonoras ventosidades que lanza. Me trago estoicamente la película entera.

Abandono la sala hecho polvo y cabizbajo, rezando para que nadie se fije en mí. Comprendería que algún espectador arrancase de cuajo la puerta del ascensor y se tirara por el hueco. Sin embargo, y en honor a la verdad, esto no sucede.

Gano la calle y por fin vuelvo a respirar aire puro. Ahora sí puedo contestar a la pregunta “¿Necesitamos a Torrente?”. Y lo cierto es que no, que no necesitamos a Torrente absolutamente para nada. Necesitamos buenos directores, necesitamos buenos guionistas, necesitamos buenos actores, necesitamos buenos profesionales y buenas películas. Y es más, los tenemos. Tenemos a José Luis Garci, tenemos a Alejandro Amenábar, tenemos a Montxo Armendáriz, y cito sólo tres ejemplos; tenemos guionistas y actores importantes, tenemos buenos profesionales… y tenemos también a Torrente.

Este imbécil es un caso palmario y singular de ordinariez y mal gusto. Este imbécil llena de zafiedad y chabacanería nuestras pantallas. Este imbécil hunde más en el fango a nuestra sociedad. Sus películas, subvencionadas por el Ministerio de Cultura, son una bazofia, y a mi juicio, una burla para un espectador con un coeficiente mental que no sea muy inferior al normal. Este país, con el repetido éxito de Torrente, es una vergüenza y un hazmerreír.

Y el problema de todo esto no es de Santiago Segura, sino de los espectadores que disfrutan con este bodrio indignante, vomitivo y aburridísimo, que pagan por verlo y además lo recomiendan. Santiago Segura es un tío que está en su derecho de hacerse de oro, aunque sea de esta forma tan poco ética. Habrá un Torrente 4 y juro que yo nunca veré esa mierda.

El amor, el amor…

«Es un humo del vaho de los suspiros. Un fuego que chispea en los ojos de los amantes. Un mar nutrido por lágrimas. ¿Qué más es? Una locura muy sensata, una hiel que ahoga, una dulzura que conserva.» Esto afirma sobre el amor Romeo Montesco, en la inmortal obra de Shakespeare, antes de enamorarse de Julieta y de intentar sortear la profunda enemistad que existe entre sus familias.

El amor, el amor… Recuerdo que Woody Allen dijo sobre el amor: «Amar es sufrir. Para evitar el sufrimiento no hay que amar. Pero entonces se sufre por falta de amor. Para ser feliz hay que amar, así que ser feliz es sufrir». Y también recuerdo que, en Sicilia, cuando Michael Corleone se fijó en Apollonia, uno de sus guardaespaldas le advirtió: «Las sicilianas son más peligrosas que una escopeta». Como sucede en El padrino y en Romeo y Julieta, casi todas las obras de teatro, casi todas las novelas, casi todas las películas cuentan una historia de amor.

El amor, el amor… Abro un diccionario de citas y compruebo que la palabra «amor» ocupa más espacio que ninguna otra. Buscando citas sobre el amor, observo que Antonio Gala definió el amor como una amistad con momentos eróticos.  Se olvidó de las feromonas, esas sustancias que los organismos liberan y que atraen a otros sujetos. Y se olvidó de los comerciantes, que necesitan vender y pensaron en san Valentín, el santo que se jugaba el pescuezo casando a parejas en unos tiempos que la religión estaba prohibida.

El amor, el amor… Nos pasamos media vida persiguiendo el amor, sufriéndolo y gozándolo, y nos encargan una columna sobre el amor y nos quedamos en blanco. Eso al menos me ha pasado a mí. Y he recurrido al wiski, al ron y al vodka; he recurrido al Astenolit, al Minotón y a una caja entera de aspirinas; he recurrido a mapas de pensamientos, a torbellinos de ideas, brainstormings o tormentas cerebrales, a cubos y a estrellas de exploración y a todos los recursos técnicos de un escritor madurito…, y sigo en blanco.

Y mi mujer, que me adora, está desesperada, porque son las tantas de la noche y continúo recluido en mi despacho, ingiriendo alcohol y medicamentos, dándome cabezazos contra las paredes y estancado en una columnita que parecía chupada. Ahora recuerdo el consejo que me dio un viejo columnista hace ya muchos años: «Huye de los temas omnipresentes, grandísimos y trascendentales, y busca temas únicos, pequeñitos y, sobre todo, concretos».

Ahí radica la clave, o eso creo yo. El amor es un asunto omnipresente, inmenso, trascendental en nuestras vidas. El amor es más peligroso que las escopetas. El amor es sólo humo, un fuego que chispea, un mar de lágrimas, una hiel que ahoga.

¿Quién puso más? (Toledo y El Greco, y Shakespeare y Cervantes, y Pamplona y Hemingway)

Había llegado a Toledo la noche anterior, me hallaba inmerso en una larga fila de gente, esperando mi turno para ver El entierro del conde de Orgaz, y me preguntaba: ¿Me hubiera gustado ser El Greco?

—Igual tendríamos que haber elegido otro sitio —comentó mi mujer—. En tres días, no creo que podamos ver todo.

Le asentí, miré la fila de gente que nos precedía, y pensé de nuevo en El Greco, un pintor que estudiábamos en nuestra Educación General Básica. ¿Me hubiera gustado ser El Greco?

La pregunta no era nueva para mí. A propósito de un ensayo que escribí sobre los fantasmas en la obra de Shakespeare, un buen periodista me preguntó: ¿Le hubiera gustado a usted ser Shakespeare?

No era sencilla la respuesta. Tengo claro que no me hubiera gustado ser Cervantes, que fue un pobre hombre, un desgraciado, pero ¿me hubiera gustado ser Shakespeare? Shakespeare ganó dinero como empresario teatral y, sobre todo, como comerciante; fue dramaturgo, se sabe que representó algunos papeles pequeños de sus obras, y nada indica que fuese desgraciado. Pero, ¿y El Greco? Si no hubiera sido escritor, ¿me hubiera gustado ser El Greco?

Estamos hablando de un hombre que viajó de su Creta natal a Venecia, y de allí a Roma, y que no se afincó hasta los treinta y bastantes años. Estamos hablando de un hombre que llegó a España buscando el favor de Felipe II y que no lo obtuvo, un hombre que fue ninguneado, que entabló numerosos pleitos, que sufrió penurias económicas durante gran parte de su vida, que pasó hambre. ¿Pudo ser feliz, o moderadamente feliz, El Greco? Lo dudaba. Lo dudo mucho.

Nos precedía aún mucha gente y me di cuenta de que mi mujer había trabado conversación con una señora. “Se ha adelantado —nos dijo esta, refiriéndose a su marido—. Quería fijarse en la casulla de san Esteban.”

La conversación derivó pronto hacia las dos partes del cuadro, la terrenal y el Cielo.

—Falta el Infierno —bromeé.

—El papa dijo que no existía —objetó mi mujer.

Ellas continuaron hablando y me vino a la cabeza Hemingway. Con ocasión de unos relatos que publiqué inspirados en cuentos de Hemingway, un periodista me preguntó: ¿Quién debe más a quién, Hemingway a Pamplona o Pamplona a Hemingway? Y esperando, inmerso en aquella fila de gente, yo me pregunté: ¿El Greco debe a Toledo más que Toledo a El Greco?

Toledo acogió a El Greco y, sin ninguna duda, lo inspiró. Apenas llegó a Toledo, El Greco empezó a pintar obras maestras y se convirtió en inmortal. Podría decirse que Toledo le dio a El Greco unos pinceles únicos, excelentes, que no tenía hasta entonces. Sin embargo, y por otra parte, la obra de El Greco sabe a Toledo, rezuma Toledo, y yo, por ejemplo yo, había encontrado en El entierro del conde de Orgaz una buena razón para visitar Toledo.

¿Quién puso más, El Greco o Toledo? Yo no era, ni soy, el más indicado para responder a esta pregunta.

Mi mujer me cogió un brazo.

—La primera edición de La Celestina se publicó en Toledo, ¿no?

—Parece que se editó primero en Burgos, y, unos meses después, aquí, pero algunos estudios recalcan que la primera impresión fue esta, la de Toledo.

La fila avanzaba muy lentamente, aún estábamos lejos de El entierro del conde de Orgaz, y recordé aquella frase que Calisto le dice a Melibea cuando intenta desnudarla: “Señora, el que quiere comer ave, debe quitar las plumas”.

Patrón (San Fermín)

Soy el corredor y el periódico que ayudan a un compañero. Soy el pastor y su vara de fresno, que guían la manada. Soy el doblador y su capote, que tiran del toro hasta los corrales. Soy vuestra devoción y vuestro último recurso.

Me buscáis aquí, en esta hornacina, y, con el periódico en alto, por tradición o por devoción, entonáis tres veces el cántico. Buscáis mi auxilio, buscáis una mañana más el milagro.

Acabo de escuchar vuestras plegarías y observo esta cuesta dura, larga y angosta, desde los corrales hasta la plaza del Ayuntamiento, con sus curvas y su estrechamiento final, donde los toros corren con ventaja.

Algunos mozos desatan y anudan de nuevo los cordones de sus zapatillas. Otros, pálidos y con la boca seca, imaginan pitones mortales y se sienten atrapados. Hay quienes están aquí para ver los toros muy de cerca y se arriman contra una pared temblorosa. Faltan contadísimos segundos y, nerviosos, me echáis un vistazo y os santiguáis.

Hoy también desplegaré mi capotillo, bajo el clamor de los balcones, con los adoquines mojados o secos, desde el estallido del cohete hasta los chiqueros de la plaza, si los toros corren agrupados o dispersos. Hoy también evitaré que la tragedia empañe nuestra fiesta y reiteraréis que ha sido un milagro.

Los toros aguardan inquietos en los corrales. Claváis la mirada en el portón y un escalofrío recorre vuestros cuerpos. El reloj de San Cernin desplaza su minutero, marca la hora, y encendéis la mecha del cohete, que silba, asciende al firmamento y estalla.

Abrís los corrales, los toros saltan al asfalto, enfilan la cuesta. Soy el auxilio de un amigo, el capotillo milagroso, vuestro patrón, y ha llegado mi turno.

El orgullo del cineclub Lux (DEL LIBRO “SUEÑOS DE UN CADÁVER”)

En varias columnas de este libro me refiero a un cineclub. Se trata del Lux, cineclub pamplonés del que fui directivo durante la temporada 1981-1982.

En aquel cineclub, su entonces director, el sacerdote José María Íñiguez de Ciriano, cortaba las películas que se proyectaban. Las mutilaba. Las censuraba. Naturalmente, yo me opuse a esa práctica, y la postura de Íñiguez de Ciriano quedó meridianamente clara para todos los miembros de la Junta Directiva. Según sus propias palabras: Él ponía la sala. Él era el director del cineclub. Él elaboraba la programación. Él cortaba las películas que le daba la gana. Y —esto se lo callaba— nuestra participación, la participación de todos los miembros de la Junta Directiva, era decorativa. Meramente decorativa. Presentar las películas, dirigir los cinefórum, servir de escaparate y callar.

Sí, buana, y ole tus atributos.

Ante la imposibilidad de cambiar esta realidad, yo opté por tomar el mismo camino que elegiría hoy si se dieran las mismas circunstancias: Yo opté por dimitir. Y mis compañeros de la Junta Directiva optaron… por decir amén a Íñiguez de Ciriano.

De la noche a la mañana, mis compañeros aprobaron los cortes de las películas que se proyectaban y aceptaron su papel en el cineclub. No me sorprendió que les llovieran secciones de cine en un rotativo, programas de cine en una emisora de radio1… y me sorprendió que algunos se volvieran contra mí.

Yo no lo sabía entonces, pero la historia del cineclub se repetía: en 1982 yo había tomado el mismo camino que había tomado en 1963 el fundador del cineclub, Jesús Luna Agurrea, y lo que le había sucedido a Jesús Luna y, posteriormente, al menos a otro directivo del que nunca llegué a conocer su nombre, me ocurría a mí. Nos ocurrió lo mismo por la misma razón: por discutir, no acatar y desobedecer los cretinos dictados de José María Íñiguez de Ciriano.

A Jesús Luna Agurrea, fundador del cineclub en 1957 y presidente desde su fundación hasta 1963, lo conocería en 2006 a raíz de la publicación de Pamplona, la otra gran prueba. En este libro, entre las páginas 79 y 86 principalmente, Jesús Luna cuenta y analiza algunas de las desventuras que padeció cuando José María Íñiguez de Ciriano irrumpió en el Lux en 1963 2 y cuando una parte de mis compañeros de la Junta Directiva le rindieron homenaje el viernes 25 de febrero de 2000. Homenaje al director del Lux, autohomenaje y homenaje al propio cineclub, todo en uno y vomitivo todo, anunciado a bombo y platillo.

Aunque el cineclub no celebraba sesiones ordinarias desde 1985 3 y podía considerarse extinto desde hacía quince años, el lema del homenaje y el título del programa rezaban “1957-2000. Mirando hacia atrás con orgullo”.

Y desde antes de dicho homenaje y hasta hoy, estos señores, como siguen muy agradecidos a este singular sacerdote, olvidan, por ejemplo, que, nada más llegar a Pamplona, José María Íñiguez de Ciriano se deshizo del fundador, presidente y director del cineclub. Olvidan, por ejemplo, que se apropió de la entidad y que infringió continuamente su reglamento. Olvidan, por ejemplo, que cometía fraudes sistemáticos contra el espectador. Olvidan, en fin, que ejerció un control despótico sobre la entidad. Y además de olvidar estos y otros hechos, vienen atribuyendo machaconamente a José María Íñiguez de Ciriano… la fundación del Lux.

Agradecidos de veras, así cuentan y escriben esta historia menuda. Con dos y con mucho orgullo. Sí, señores… y señora.

Tan culpables como los caciques son las cortes de ventajistas que los rodean. Elementos que anteponen el interés personal a la integridad; pongamos, a la integridad. Ojalá que ninguno de estos hechos se repita… en ninguna filmoteca.

1 Por supuesto, algunos obtendrían tiempo después más y mejores recompensas.
2 Procedente de Bilbao, lo trasladaron a Pamplona con el objetivo de lanzar el salón Loyola, se dijo.
3 Desde entonces, y a pesar de las oportunas subvenciones públicas, el Lux registró una actividad muy escasa. Nula o prácticamente inexistente durante numerosos años, y con no pocas temporadas en las que renunció incluso a la pomposamente denominada “Semana del Cine de Pamplona”.

Diciembre de 1981. En el centro, José María Íñiguez de Ciriano. A su derecha, ALBERTO CAÑADA ZARRANZ, hoy al frente de la Filmoteca de Navarra. La silla vacía corresponde a ARANTXA ZOZAYA, la entonces presidenta del cineclub, que llegó más de una hora tarde.

Bueno (El padre Ordóñez)

Aguardaba solícito en el vestíbulo del colegio, esperando quizá a su editor. Recorría las calles de Pamplona y las carreteras de Navarra en su Vespa, formando un globo negro muy grande con los faldones de la sotana. Volvía en ocasiones al colegio con la ropa y el pelo mojados.

Repetía desde la primera fila de pupitres: «Terra, terra, terram, terrae, terrae, terra». Y, con el libro de texto en sus manos enormes, hablaba del vocativo, del acusativo, del ablativo…, y del tribuno Cayo Canuleyo, y de tal sesión borrascosa del Senado romano y, por supuesto, de las crónicas de Tito Livio.

También hablaba por la radio y con la gente, y muchos le pedían consejo, y, como había personas que no encontraban trabajo y chicas muy valiosas metidas en sus casas, llevaba siempre encima una agenda y un lápiz.

Cuando sus manos enormes se quedaron vacías, nos empeñamos en tributarle homenajes. Decían que había dejado una semilla en cada pueblo de Navarra; decían que era la locomotora de la jota y el hermano mayor de los joteros, y había quien, gracias a él, había dormido gratis en un refugio atómico de Berna.

El padre Ordóñez se propuso ir al Cielo y, nada remolón, se fue allá un día. Se marchó en su Vespa, formando con los faldones de la sotana un globo negro muy grande.

El padre Ordóñez.

¿Mía?

Esa chica es mía ya no la podría editar. No entiendo que todo se mire con lupa, que se critiquen canciones porque no representan el concepto actual del amor. Lo dijo Sergio Dalma. Y refiriéndose a Devuélveme a mi chica, David Summers dijo: «No sé si hoy me atrevería a escribirla. Ahora somos menos libres y más idiotas».

Y es que mucha gente se queja. Se queja de que haya hombres que lancen piropos o cedan el paso a mujeres. Mucha gente se queja de que se diga, por ejemplo, «los lectores de este rotativo». O de que algo cojonudo sea muy bueno y algo muy malo sea un coñazo. Mucha gente se queja de que, cuando un hombre y una mujer cenan en un restaurante, los camareros den a probar el vino al hombre. Mucha gente se queja, por supuesto, de la brecha salarial entre géneros. Mucha gente se queja de que casi todas las religiones impidan a las mujeres ejercer un liderazgo espiritual. Mucha gente se queja de muchas cosas. ¡Y qué dirán las socorristas de Gijón! Las autoridades locales, para evitar comentarios y que muchos hombres quisieran ahogarse, les ordenaron que durante las horas de trabajo llevaran puesto un pantalón.

Aunque ser un güevón sea malo, yo creo que este asunto es complejo y espinoso. Y creo que podemos quedarnos cortos o pasarnos. Recuerdo que un día, cuando yo era crío, Francisco Umbral defendió con vehemencia en la televisión el piropo; dijo que él solo dejaría de piropear a las mujeres cuando las mujeres lo piropearan a él. Me da la impresión de que la vida pasa vertiginosamente y nosotros retrocedemos, o nos estancamos, o apenas avanzamos en algunos asuntos. Y por último: entre otras razones porque hace lo que le da la gana, mi chica no es mía.

"Popular"

Estamos muy agradecidos al señor Rooney porque, cuando no teníamos casa, él nos la dio.

Tom Hanks, «Camino a la perdición»

Subo las escaleras del colegio y veo que, un rellano más arriba, un niño de unos cuatro años vuela literalmente y cae al suelo. Una monjita corre hacia el padre Ciriano y le increpa: «¡¿Por qué ha pegado a ese niño?!». El sacerdote continúa escaleras arriba sin inmutarse. El padre Ciriano.

Alquilamos el salón del colegio al padre Ciriano para intentar sufragar un viaje de estudios. La inversión es arriesgada y puede que perdamos dinero. Semanas más tarde, el salón se llena… y el sacerdote exige más dinero. El padre Ciriano.

El cineclub Lux exhibe La herencia Ferramonti. Se producen varios cortes y lo que parece un incendio en la cámara de proyección. Está claro que Ciriano corta chapuceramente las películas. Los «directivos» comentamos la «desaparición» de los estatutos del cineclub y los demás abusos que perpetra el sacerdote. La situación nos parece intolerable y acordamos dimitir si no se corrige. El padre Ciriano.

Unos alumnos del colegio se han declarado en huelga. Dicen que Ciriano ha llamado «hijo de puta» a un compañero que ha perdido recientemente a su padre. Ciriano lo niega y solicita que expulsen a cinco alumnos. Los jesuitas deciden que deje de impartir clases. El padre Ciriano.

Un superior le dice a Ciriano en el vestíbulo del colegio que tiene «un huevo» aquí, «otro huevo» allá y que nadie sabe lo que tiene ni dónde. «No te preocupes —le contesta el sacerdote—. Los tengo bien puestos.» Es el padre Ciriano.

Octubre de 1982. Las irregularidades que perpetraba Ciriano en el cineclub Lux persisten. Los demás «directivos», incluyendo al ahora director de la Filmoteca de Navarra, continúan aprobándolas y obteniendo sus recompensas. Yo presenté mi dimisión como «directivo», y Arantxa Zozaya, la presidenta del cineclub, me reclama, con José María Torrabadella como testigo, que pida perdón a Ciriano… Al padre Ciriano.

Mi amigo José Luis Suescun y yo hablamos en la calle Zapatería. Un conocido sale del club Mariano y nos traslada que Ciriano ordena que nos vayamos. Ambos tenemos que sujetar a José Luis Suescun para que no suba y se encare con el sacerdote. Con el padre Ciriano.

1983 Un trabajador de la Hacienda Navarra, amigo de mi padre, me pregunta si tengo algo que ver con el salón Loyola. Él termina diciendo: «Pasan los años y a ese hombre no hay quien lo meta en cintura». Se refiere al padre Ciriano. Que campa a sus anchas. Que aúpa a sus amigos. Que vilipendia y machaca a los que no respaldan sus dictados. El padre Ciriano.

Como muestras, estos apuntes, que podrían ser muchos más. Hablo del padre José María Íñiguez de Ciriano. O, como lo denomina agradecido el ahora director de la Filmoteca de Navarra, de «el popular padre Ciriano».


El popular padre Ciriano.

Inusual

El presidente francés Emmanuel Macron adoptó hace unas fechas un can procedente de una protectora de animales y lo bautizó con el nombre de Nemo, en honor del célebre personaje de la novela Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne.

Otro perro, un labrador negro de nombre Baltique, acompañó fielmente durante los últimos años de su vida a François Mitterrand y, cuando al presidente francés le pidieron una lista de sucesores, Mitterrand colocó a Baltique en cuarto lugar. Al labrador no le dejaron entrar a la iglesia durante los funerales de su amo, y se quedó en la puerta y bajo la lluvia, en compañía de un exministro de economía.

Si este labrador negro ha sido protagonista de seis libros, Veinte mil leguas de viaje submarino es una de las novelas más conocidas de la literatura universal. Fue uno de los primeros libros que me regalaron y, poco tiempo después de finalizar su lectura, vi una película basada en la novela. Nunca olvidaré cuando, transcurridos unos minutos de metraje, surgió ante mis ojos atónitos el submarino y, a los mandos, el capitán Nemo, un hombre inteligente y siniestro. Había construido el Nautilus en una isla desierta, su identidad constituía un misterio y recorría los mares en busca de venganza.

Sin ánimo de venganza por haberlo adoptado, estoy convencido, Nemo, el perro del actual presidente francés, se orinó hace unos días en una chimenea, interrumpiendo una reunión que mantenía su dueño. Las cámaras de televisión grabaron el incidente y, como quiera que alguien tenía que pagar la barrabasada, Emmanuel Macron reprendió al viceministro de ecología: «Has provocado un comportamiento absolutamente inusual en mi perro», le espetó.

El capitán Nemo es un villano, un villano de los siete mares, y este animal tan negro, cruce de labrador y grifón, ha salido a su viva imagen y semejanza.

Disidente (del padre Ciriano)

«Tanto sacrificio para esto», me escribió cuando ya no escribía libros como La otra ‘Gran prueba’.

Leyendo este libro, muchos años después de que un sacerdote me echara del cineclub Lux, de Pamplona, yo descubrí los ocultos estatutos de la entidad, el nombre de su fundador y primer presidente, el devenir del Lux durante sus siete primeros años, tan diferentes a la temporada que yo había conocido.

Visité la Biblioteca General de Navarra y, buceando en la hemeroteca, encontré numerosas noticias de aquellos inicios del cineclub y fotografías de su fundador, el autor del libro. Y lo reconocí una tarde, al salir de una librería.

Con el tiempo, este señor me dijo en un café que el Lux, en cuanto llegó aquel sacerdote, se convirtió en un despropósito. Que no lo pudo remediar. Que tenía que mantener a una familia, y luchar contra ese hombre, que se había adueñado del cineclub, que incumplía sus estatutos, que hacía y deshacía, que «no había forma de que razonase», era imposible.

Le comprendí perfectamente. Yo había padecido a ese hombre con sotana, que lucía varios dientes de oro y tiraba a bajito. ¿Cómo no comprenderle, si la historia se había repetido, aunque yo no trabajase por aquel cineclub ni una infinitesimal parte que él, su fundador?

«Nunca te arrepientas de haberte acercado al Lux. Aunque te sientas triste. Como yo», me escribió después aquel señor enterrado en un olvido interesado que, altruistamente, sin ningún ánimo de lucro, sin recibir ninguna contraprestación, fundó aquel cineclub, enseñó a ver cine a tanta gente, proporcionó tantas buenas películas para que los pamploneses disfrutaran aquellos años vacíos.

Todo esto y más hizo este señor… hasta que llegó aquel sacerdote. Un sacerdote que abusaba y machacaba. Un sacerdote tan distinto a otros que he tenido la suerte de conocer y escuchar. Un sacerdote, ahora, a estas alturas de la columna, muy bajito.

Poquita cosa.

Muy poquita cosa.

Un religioso al que algunos, por su hábito, por agradecimiento a las contraprestaciones recibidas o por ambos motivos, han elevado a un olimpo. Un sacerdote que irrumpió en la entidad como un toro de lidia, y vejó a su presidente y fundador, y lo echó a escobazos de su casa, y negó siempre, con la ayuda de sus adláteres, su existencia y su trabajo, aquellos largos años de entrega, de ilusión, de trabas. Un sacerdote que nunca rectificó, que dejó el cineclub sin espectadores y arruinó, en consecuencia, aquel invento. «Cuando él llegó, empezó la cuesta abajo para el Lux», declararía en una entrevista el autor de La otra ‘Gran prueba’.

Triste, combativo, humilde, comedido en exceso, culto, el fundador y primer presidente del cineclub Lux me escribió en una de sus cartas: «La contracultura, los poderosos enemigos de la cultura peligrosa o molesta dominan a través del caciquismo. Cierran los caminos a los disidentes y ofrecen a cambio el negocio de las figuras seleccionadas».

En otra de sus misivas, este hombre tan enormemente disidente concluía: «¡Pobre Jesús Luna Agurrea! Tanto sacrificio para esto».


Hoy, todavía, no pocos atribuyen al padre Ciriano la fundación del cineclub Lux (y callan tantísimas sombras)…

Entrevista a Jesús Luna Agurrea, fundador, presidente y director del cineclub Lux hasta que llegó (y lo echó) el padre Ciriano

Portada de La otra ‘Gran Prueba’, uno de los libros de Jesús Luna Agurrea. Entre las páginas 79 a 86, principalmente, el autor cuenta y analiza algunas de las desventuras que sufrió cuando el padre Ciriano irrumpió en el cineclub Lux

Cuernos

«¡Me importa un cuerno!» Cuántas veces he oído esa exclamación. Y, sin embargo, los cuernos nos importan: nos disgusta que nos manden al cuerno, luchamos para que nuestros empeños no se vayan al cuerno, nos molesta si nos responden «¡Y un cuerno!». O quizá los cuernos nos importen, efectivamente, un cuerno, porque lo que de verdad nos importa es, no nos equivoquemos, la velocidad que traen los cornúpetas.

Yo, cuando oigo hablar de cuernos, pienso inmediatamente en los vikingos, que eran muy bárbaros y llevaban un casco con dos cuernos. O así, al menos, los representaban muchas veces en las películas. Y pienso en Los vikingos y en su protagonista, Kirk Douglas. Cuando los vikingos regresaban de sus habituales incursiones de saqueo, el sonido de un cuerno gigante anunciaba su vuelta. Y, a continuación, todos lo celebraban en la aldea: había atracones, borracheras, sexo…, pero no corrían delante de una docena de cuernos.

En el encierro, los corredores quieren coger toro, quieren corren en los cuernos de un toro. Y muchos están muy atentos. Atentos a ver cuándo aparecen, cuándo vislumbran entre la muchedumbre los cuernos de los toros. Y aguardan con temple su llegada. Porque quieren estar en los mismos cuernos del toro, y escuchar sus resoplidos, y mancharse el pantalón de baba. Pero el problema son los cuernos: cada vez hay más corredores, los mansos arropan más a los toros y los cuernos salen muy muy caros.

También la luna tiene cuernos. Y damos importancia a personas y a cosas que no valen un mísero cuerno. Y nos ponemos a veces de cuernos. Y, para lograr ciertos objetivos, tenemos que rompernos los cuernos. Y hay situaciones que nos huelen o nos saben a cuerno quemado. Y hay gente que pone cuernos. O que sufre de cuernos. O que lleva una buena cornamenta. Aunque no lo sepa o le importe un cuerno.