“Esta trastada sólo puede acabar mal”, pensó Tin mientras Penélope, su compañera de clase, vertía el líquido en la cacerola.
Tin metió una cuchara de palo, dio unas vueltas a la sopa de los curas y ambos echaron a correr.
Unas horas después, Álvaro González de Berasategui, el Prefecto del colegio, se hallaba sentado detrás de su escritorio con una mano en el vientre.
Aún sentía dolor.
Su misión era mantener el orden, y cumpliría con su deber: Atraparía a los responsables de esta judiada y los pondría en la calle. Los rateros no tenían ningún futuro en su colegio.
Así reza la contraportada de Rateros, Primer Premio Valdemembra de Novela.